martes, 23 de febrero de 2010

El infierno en la superficie

Nos caímos del terraplén, y ahí vamos esquivando esclavos del verbo único y sangrando con el corazón en harapos tratando de amar algo que luzca. Amar cualquier cosa que brille por sí misma, amarla porque sí y por nada, o sólo por ese resplandor único y propio. Es que ya no quedan amaneceres. Todo es crepúsculo y final. Desorientados en la elástica noche, nos tanteamos y encedemos fuegos aislados para ver otras vídas que todavía flotan. A lo lejos todos saltan sin fulgor y sin ritmo en la ceremonia última donde las sienes se sellan para siempre con latidos de inmundicias, exaustas entre desechos. El sonido es alto para que nadie escuche. Hay que correr pero los pies se lastiman pisando huesos que parecen moverse. La ciénaga va tragando el resto. Alguien extiende la mano pero se hunde. Marionetas en desuso se derrumban ante el menor viento. En el escaparate desteñido solo se ven máscaras degolladas. El infierno está en la superficie. Hace rato que no hay cielo. Mirar es naufragar. Cada vez menos ciertos, aún nos rescata el sueño.