domingo, 26 de octubre de 2014

Carta a Charly

D
Texto correspondiente a la colección del autor "Latidos Porteños" 
Discepolín moderno, Mozart rockero, cortaziano compositor de letras, flaco de la calle y gordo de musas, cuando tenga  sesenta y cuatro cantaban tus Beatles y ya llegaste a los 63. Bombardean Buenos Aires si tu música se apaga; dale Charly, si de todas maneras la ciudad se nos va a mear de risa, pero no aflojemos que a la rima se le cayó otro Flaco y ya es mucho.
Este cemento monótono que a veces se hace cuadra, esquina y plaza, monumento, humedad sucia y furia, te adoquinó el nombre. Buenos Aires te hizo suyo como otro de los arroyos que la recorren por dentro y le mueven sus miserias. Ciudadano realmente ilustre, le hablaste a la ciudad a los gritos o al oído para despertarla, pero siempre con una canción que no pasó inadvertida.¿ O no nos dimos cuenta de que los dinosaurios desaparecían, y que en este país de las maravillas el asesino te asesina y el trabalenguas traba lenguas? Aprendimos a ser un poco por vos, Charly, fuimos felices y demócratas  al Piano Bar de los 80, pero antes sólo íbamos de la cama al living esperando el fin de la dictadura. En los 90 hacíamos filosofía barata en zapatos de goma y nos dejabas bien claro que en esa época, y como nunca, nadie lloraba por nadie en Argentina. Era mejor encerrarse en el subte con la hija de la lágrima…
Le absorbiste todo los desechos a Buenos Aires y entonces como el país te tiraste del trampolín. Cómo no ibas a excederte en los excesos, si la grasa de esta Capital te perforo el sentido. Si hasta te salvó Palito al mismo tiempo que la ciudad empezó a creer que podía salvarla Macri. Cómo no verte y no vernos, Charly, nosotros también nos estamos quedando sin voz.
Músico de galera y bastón, concertista precoz, oído absoluto, orgullo porteño de exportación al interior, desde el sur a la puna, de este al oeste, de la cordillera al mar, acá, allá y en todas partes te escriben como sinónimo de esta ciudad. Gardel anda celoso mirándote desde el farol de arriba, y el Polaco Goyeneche refunfuña pitando  nubes. Y eso que no cantaste tangos, Charly, y que  muy poco le lloraste al amor. Salvo cuando ella se fue y el mundo giró al revés, o esas piernas cada vez más largas que te hicieron escribir un verso incomparable:”Quiero quemar de a poco/las velas de los barcos anclados/en mares helados, nena.” ¿Es Eiti Leda una de las canciones que puede sentarse en el podio nacional? 
No cantaste un tango, Charly, hiciste Tango 4, aquel inolvidable disco con Pedro Aznar, en el que te recitó Alfredó Alcón, te actuó Jorge Luz, te tocó la guitarra virtuosa un vampiro Cerati y te sacaste las ganas de romper todo y revivir a Los Shakers. No cantaste un tango pero le quitaste el almidón al himno con una versión sublime. Y versionaste a los Beatles, por supuesto, los responsables de sacarte el corsé del piano familiar. Yoko Ono te recibió como uno más, y Paul te invitó a la primera fila del Monumental.
Cuidate Charly, por favor, y dejá de cumplir años que de tanto andar juntos la ciudad se envejece también y envejecemos todos adentro. Y eso no queda bien para tu música que parece que recién sale, recién se escribe, recién se canta. Pero de nada sirve hablarle a un genio. Sus alturas son muy altas para que escuche. Ahí arriba Charly sólo oye a las aves, y ahí compone.
 Entonces, queridísimo Charly García, say no more... 

      


lunes, 20 de octubre de 2014

María va


De la colección del autor "Latidos Porteños"

Ahí va María volando, urgente, con su cuerpito en ráfaga, a alcanzar en el mundo de los buenos a su nieto Walter. Llega rápido a acunar a su nieto que hace rato le reclama un cuento. No hay beso más grande que el de este reencuentro entre María y Walter. Galaxias extrañas reclaman atención, dioses dormidos despiertan incrédulos de semejante amor, y desde los bordes del universo marchan felices las almas redimidas.
María Ramona Armas de Bulacio, bajó sus armas por un rato, para abrazarse a Walter y volver, porque luchas como la de ella, nunca terminan. Mary, o doña María después, hasta estos 85 años de edad con los que nos dejó por un rato, recorrió los cien y un barrios porteños marchando para que se supiera que a su nieto Walter Bulacio, que tenía 17 años en abril de 1991, lo mató la policía. Y reclamaba justicia, y la lloraba, porque la ausencia de justicia con los que menos tienen, con los que menos pueden, con los más indefensos es para llorar mucho de rabia. Eran los primeros pasos de una era de las boludez y el olvido. El menemismo hacía florecer los horripilantes cactus del individualismo, se vomitaba con pizza y champán a la memoria, y así las fuerzas represivas se entonaban todavía más con los Indultos a los genocidas de la dictadura.
María adoraba a Walter, era su nieto preferido. Walter estaba por terminar el secundario, hinchaba por San Lorenzo y escribía cuentos. La abuelita le dio la plata aquel 19 de abril de 1991 para que viera a su banda favorita, los Redonditos de Ricota, en el estadio de Obras Sanitarias del barrio de Núñez. Falló como tantas veces la organización, quedaron muchos afuera y ahí aprovechó la policía para hacer lo no debe: reprimir, apalear, apresar. Y Walter fue a parar al calabozo de la comisaría 35 sin ver a Patricio Rey y nunca más a su abuela, hasta ahora, que andan chapaleando en la bruma esponjosa de Buenos Aires. Una semana después, Walter fallecía por los golpes recibidos.
Yo la he visto una vez a María, ahí nomás de Obras, cerca de la 35, en el club Defensores de Belgrano, solidarizándose en un acto en memoria de Fernando Blanco, otro pibe de 17 años como Walter, asesinado por la policía. Con su sonrisa tibia, se puso la camiseta del club, y en cada mano levantaba las fotos de uno y otro. Y la vi pasar, con su pelo blanco, como otro blanco pañuelo de madre o abuela que busca, en medio de cientos de encendidos estudiantes secundarios que rumbo a la Plaza de Mayo reclamaban por Walter. Y otra vez estuve cerca de Mary, que andaba agarrada, como si no fuera a soltarse jamás, de los barrotes, de las rejas, que no eran de la cárcel que debió ser, sino de la casa del comisario Espósito, responsable de aquella nefasta comisaria 35.
“Usted me puede explicar por qué ha muerto mi nieto” le he escuchado preguntar tantas veces en los últimos 23 años. El año pasado, en una de las burlas más notorias de esta justicia burguesa y retrógrada, recién el año pasado, el comisario Espósito fue juzgado y condenado. Su pena dio pena: de tres años en suspenso… María ya andaba enferma y no pudo presenciar el juicio. La representaron sus compañeras indoblegables de lucha, Tamara, nieta y hermana de Walter y María del Carmen Verdú, la consecuente abogada.
Dicen que María murió el sábado, pero es un descanso, nomás. Siempre la veremos andar pidiendo por Walter, por la verdad, dando vueltas por un mundo dado vuelta…

martes, 7 de octubre de 2014

El que no podía parar de amar

De la colección del autor "Latidos Porteños"

Ezequiel  tenía una enfermedad: vivía enamorándose. Sus brazos de repente rodeaban al primer árbol que le hacía reverencia en su vecino Parque Chacabuco, y después casi que en el piso acariciaba las hojas de una petunia que Ezequiel presentía celosa. Así iba por la vida y por los barrios de Buenos Aires Ezequiel, clavando su mirada amorosa aún ante energúmenos que no dejaban de tocar la bocina, o frente a quienes se insultaban en una bocacalle del centro, y sonreía con su dulzura infinita a quien se atrevía  a tildarlo de loco o estúpido.
Como un Quijote porteño, andaba robando flores de cualquier parte para dársela a la primer  Dulcinea que se le cruzara en el camino, porque solía decir en voz alta que no hay otro destino para la flor que el de fundirse con el perfume de una mujer. En Palermo, a pasos de la Biblioteca, se lo vio rodar por el pasto recitando los poemas de Amado Nervo que recién le habían prestado, y que finalmente se los dedicó a una joven de uniforme escolar que repasaba la lección en un banco de plaza.
Usualmente tenía más receptividad en los más jóvenes, porque las piruetas que daba su corazón en permanente combustión encontraban familia en el candor, el desprejuicio, de quienes aún no han sufrido tanto. Más de una vez chicas y muchachos hacían rondas alrededor de Ezequiel, mientras él les contaba y actuaba distintas historias de amor que bien podían haber sucedido con personas, plantas o animales. Inclusive, según cuentan los de la barra del barrio de Balvanera, Ezequiel supo pintarle poesías a un viejo buzón, llenarlo de colores y caricias, adorándolo hasta la tarde que fue arrancado, porque decía que ése había sido el sagrado cofre que guardaba los sueños, y que entonces ya nada cuidará a los sueños, y que si será por eso que ya no conviene tenerlos.
Hasta que sacaba uno del bolsillo trasero que en papel amarillo y arrugado decía “te heredo toda mi libertad, las estrellas están a tu nombre, tu habitación será mi mar, mi sol ardiente tu abrigo y mi viento consejero desde ahora en más será tu confesor. Anda, deja la ciudad, que si no te apuras, tu vuelo será encerrado por una pared”. Se lo había escrito su abuelo Leonardo antes de morir, ya con la piel vencida de ultramar, navegante al fin anclado. Su abuelo le había enseñado el amor y Ezequiel también amaba el mar aún sin conocerlo. Su sueño era hacerse de esa herencia pero cómo si Buenos Aires tiene sangre marrón de río largo y oscuro.
Entonces Ezequiel iba por aquí y por allá, mientras llegara el día de volverse embarcado horizonte. En las inundaciones de Juan B. Justo se lo vio con el agua a la cintura protegiendo el andar de su flotilla de papel de diario. Y alguna vez tuvo la suerte de un ángel protector, cuando en la Costanera devolvió al río a un par de maltrechos pejerreyes que ya no podían más en el balde del pescador.  Mientras lo alejaban de la ira del hombre de la caña, se preguntaba por qué si a los humanos nadie nos pesca, por qué le hacemos esa traición de caer en la trampa del anzuelo.

Hasta que un día vieron caer exhausto a Ezequiel en una de las intrincadas callecitas de Parque Chas. Estaba perdido, como en un laberinto, buscando a la señora del quiosco que una vez  le  regaló un caramelo. Le llevaba una flor de papel escrita. Decía: “ Enamorarnos un minuto varias veces al día, para soñarnos de noche siempre enamorados…”