De la colección del autor "Latidos Porteños"
Ezequiel tenía una
enfermedad: vivía enamorándose. Sus brazos de repente rodeaban al primer árbol
que le hacía reverencia en su vecino Parque Chacabuco, y después casi que en el
piso acariciaba las hojas de una petunia que Ezequiel presentía celosa. Así iba
por la vida y por los barrios de Buenos Aires Ezequiel, clavando su mirada
amorosa aún ante energúmenos que no dejaban de tocar la bocina, o frente a
quienes se insultaban en una bocacalle del centro, y sonreía con su dulzura
infinita a quien se atrevía a tildarlo
de loco o estúpido.
Como un Quijote porteño, andaba robando flores de cualquier
parte para dársela a la primer Dulcinea
que se le cruzara en el camino, porque solía decir en voz alta que no hay otro
destino para la flor que el de fundirse con el perfume de una mujer. En
Palermo, a pasos de la Biblioteca, se lo vio rodar por el pasto recitando los
poemas de Amado Nervo que recién le habían prestado, y que finalmente se los
dedicó a una joven de uniforme escolar que repasaba la lección en un banco de
plaza.
Usualmente tenía más receptividad en los más jóvenes, porque
las piruetas que daba su corazón en permanente combustión encontraban familia
en el candor, el desprejuicio, de quienes aún no han sufrido tanto. Más de una
vez chicas y muchachos hacían rondas alrededor de Ezequiel, mientras él les
contaba y actuaba distintas historias de amor que bien podían haber sucedido
con personas, plantas o animales. Inclusive, según cuentan los de la barra del
barrio de Balvanera, Ezequiel supo pintarle poesías a un viejo buzón, llenarlo
de colores y caricias, adorándolo hasta la tarde que fue arrancado, porque
decía que ése había sido el sagrado cofre que guardaba los sueños, y que entonces
ya nada cuidará a los sueños, y que si será por eso que ya no conviene tenerlos.
Hasta que sacaba uno del bolsillo trasero que en papel
amarillo y arrugado decía “te heredo toda mi libertad, las estrellas están a tu
nombre, tu habitación será mi mar, mi sol ardiente tu abrigo y mi viento
consejero desde ahora en más será tu confesor. Anda, deja la ciudad, que si no
te apuras, tu vuelo será encerrado por una pared”. Se lo había escrito su
abuelo Leonardo antes de morir, ya con la piel vencida de ultramar, navegante
al fin anclado. Su abuelo le había enseñado el amor y Ezequiel también amaba el
mar aún sin conocerlo. Su sueño era hacerse de esa herencia pero cómo si Buenos
Aires tiene sangre marrón de río largo y oscuro.
Entonces Ezequiel iba por aquí y por allá, mientras llegara
el día de volverse embarcado horizonte. En las inundaciones de Juan B. Justo se
lo vio con el agua a la cintura protegiendo el andar de su flotilla de papel de
diario. Y alguna vez tuvo la suerte de un ángel protector, cuando en la
Costanera devolvió al río a un par de maltrechos pejerreyes que ya no podían
más en el balde del pescador. Mientras
lo alejaban de la ira del hombre de la caña, se preguntaba por qué si a los
humanos nadie nos pesca, por qué le hacemos esa traición de caer en la trampa
del anzuelo.
Hasta que un día vieron caer exhausto a Ezequiel en una de
las intrincadas callecitas de Parque Chas. Estaba perdido, como en un
laberinto, buscando a la señora del quiosco que una vez le
regaló un caramelo. Le llevaba una flor de papel escrita. Decía: “ Enamorarnos
un minuto varias veces al día, para soñarnos de noche siempre enamorados…”