lunes, 24 de noviembre de 2014

El desquicio de una ciudad con fantasmas

(De la colección "Latidos Porteños" del autor)

De tanto bochinche, los fantasmas despertaron. Tras la noche de los museos del sábado, cuando mucha gente junta husmeó hasta la madrugada,  las sombras quedaron alteradas, y ahora salen a circular cuando el crepúsculo llega, y se tropiezan y mascullen y discuten,  y la nada han perdido algunas, porque la paz siempre les fue maldita.
Así pasa por caso en el Museo Haroldo Conti de la ex Esma. Se lo ve nauseabundo por los fondos al almirante Massera balbucear una y otra vez la Carta a la Junta de Rodolfo Walsh, que el capitán Chamorro arrastra desde un atril por donde se mueva la mustia ánima de su comandante.  Más acá, un coro de irreconocibles marinos le ponen dulce melodía a las páginas de El Capital de Carl Marx, y más allá, otro grupo de fantasmas tan blancos, ora a una imagen del Che.
No muy lejos, en el Planetario, los meteoritos en exhibición intentan de nuevo orbitar, pero chocan y no se atreven con tantos pensamientos que salen a volar de noche. Las tres marías se desprenden de la bóveda y salen a tomar fresco al Rosedal, y al final se animan a besarse entre ellas tras cruzarse con demorados militantes de la Marcha del Orgullo Gay. La Osa Mayor deja de ser una constelación y se hace trans, y se hartan las estrellas que forman la Cruz del Sur y se van a una bailanta a cantar y hacen furor con sus lentejuelas.
Ha quedado todo muy trastornado después del sábado a la noche. El desquicio se estira por Figueroa Alcorta. En el Malba el pintor Antonio Berni abre las puertas de sus cuadros a Juanito Laguna, que inmediatamente hace dedo hacia la Panamericana para bancar a su viejo metalúrgico,  otro de los despedidos de la multinacional Lear. Ramona Montiel, la otra musa de don Antonio, se queda en su collage cada vez más bonita a hacerle compañía.
Cerca, en la Biblioteca Nacional, se anda despertando Evita que no sabe que no es más la residencia presidencial, que el palacio Unzué fue demolido y hoy es Biblioteca y estrafalario cemento, y que ahí están todos los libros y esos documentos que demuestran su martirio por tanto apego del General por los milicos y la CGT. Si hay libros planea Borges y choca claro con el alma de Evita, pero los dos parecen perdonarse después de rodar por la barranca y encontrar Las Lágrimas de San Pedro. Su autor, El Greco, de paseo por el Museo Nacional de Bellas Artes, los invita a pasar.
Desde el Museo de la Recoleta parecen escucharse los ruegos de Bioy a Borges, que se fue del Cementerio a la Biela y desde ahí suplica que recuerde su odio peronista y su condición de agnóstico. No se oye muy bien, porque siguen peleando los fantasmas despiertos  de Lavalle y Dorrego, y Rosas esta vez tampoco consigue laudar. Mientras, el caudillo Facundo Quiroga va de tumba en tumba pidiendo explicación por su muerte a traición en Barranco Yaco.
Ya no hay paz después de medianoche en la ciudad. En el Museo Gardel, Carlitos se queja de que su voz no llegue a los cien barrios porteños por culpa de las paredes del Shopping Abasto, y en el de Los Inmigrantes las almas furiosas bajadas de los barcos quieren que Sergio Berni se vaya, y en el del Conventillo, los espectros anarquistas piden la cabeza de Macri.
En los museos del Títere y de Magia hay algarabía. Ahora todo es posible. Creen que nadie más moverá los hilos, y la muerte podría ser sólo un truco.          

lunes, 17 de noviembre de 2014

Disquisiciones con mi perra

De la colección "Latidos Porteños" del autor

La mañana en la plaza era ideal. Estaba fresco en la ciudad, pero aún así nos tiramos bajo un abeto azulado, porque no nos queríamos perder su deslumbrante sombra. Habíamos caminado bastante, y a decir verdad, los dos ya estamos grandes. Mora me miraba jadeando pero con esa cara sonriente que sabe poner cuando está feliz y que sólo yo interpreto. Ella también sabe entenderme y responde con movimientos de cola de distintas intensidad que sólo yo decodifico.
Se me ocurrió hablarle de ciertas cosas. De por qué la vida no era más sencilla, si no bastaba con  momentos así, los dos tirados en el parque, y me respondió acostándose, quedando de espalda. Debí  entender que no, que no es suficiente. ¿Cuál será el problema? Que por ser humanos a veces nos demuele la razón, y el instinto, que aún guarda para sí Mora, en nosotros va muriendo ahorcado entre cables, cementos y tecnologías. Qué pasa, por ejemplo, si hoy, ya, en un rato, necesito el amor que no tengo. Me mecerán las redes virtuales y virtuosas, y tendré que palpitar mi carta astral para que coincida con otro ser perdido y lejos atravesado por la fibra óptica. Los astros deberá hacer el esfuerzo que no acostumbran para que el milagro ocurra en los próximos días.
Mora ahora se rasca displicentemente como diciéndome que la culpa es sólo de ustedes por complicarse tanto, por aislarse, por planificar hasta el olvido. Es cierto, me digo, hay portales donde uno puede conocer a alguien para salir, pero se aclara de antemano que el vínculo será fugaz. ¿Pero cómo saberlo?
Otra cosa, le digo. ¿Y la amistad? ¿Vos la viste? ¿Por qué cuesta tanto? Mora mira a su alrededor y se olvida del tema siguiendo con su trompa a una hormiga negra que ahora no sabe por dónde pasar. Pero yo insisto. La amistad creo que hoy es inversamente proporcional a lo que indica Facebook: cuantos más amigos acumulamos en nuestra cuenta, más solos estamos. Antes, no más de diez años atrás, era suficiente un golpe de teléfono para arreglar el encuentro, porque  no había manera  de irnos watssapeando, mensajeando, comunicaciones que hoy nos diluyen, porque mientras, nos vamos diciendo las cosas, y al final sin saberlo nos vamos hartando y lo dejamos para otro día… 
De repente Mora se pone panza arriba, se ve que la hormiga se fue al final, y quiere jugar, que me tire encima, nos revolquemos. Quiere compartir. ¿Y eso cómo era? Pienso que es notorio el egoísmo que reina en algunos ambientes. Empresas donde los jerarcas ganan veinte veces más que el empleado común, barrio privados que desechan sus cloacas sobre la gente humilde, vidrios que se levantan violentos ante el pedido de monedas de una carita moqueando, ministros que postergan aumentos a docentes que ganan la décima parte de su salario. ¿Cómo es posible todo eso, Morita?
Vuelve a sentarse y me mira preocupada por mi cara. Pero yo la volteo para que sepa que no me olvidé de jugar. Después, me lame la cara en señal de agradecimiento, creo que porque le hago saber que me importa. ¿Le importamos a muchos?
Ya va siendo la hora de volver. Le pongo la correa porque hay que cruzar un par de calles. Mora podría ir tranquilamente suelta sin problemas a mi lado. Pero uno tiene miedos, de que se vayan, de que nos suelten, de que nos dejen de querer, de no tener con quién ir a la plaza...

Llego a mi monoambiente, me cruzo con vecinos que no conozco, prendo la compu. De nuevo en la vida.   

viernes, 7 de noviembre de 2014

Extraños pasajeros de un taxista

De la colección del autor "Latidos Porteños"

Hay un extraño taximetrero que adora trabajar de noche por Buenos Aires, porque asegura que bastante a menudo se le suben fantasmas que parecen personas pero no lo son, y que él no les tiene miedo y los lleva. Se llama Luciano el taxista, justo él que se nutre de las sombras, y justó él que detesta a los militares y más a aquel Luciano Benjamín. Cuando le tocó ser conscripto en su Córdoba natal, en los tiempos del siniestro látigo del otro Luciano, se hizo desertor y supo estar escondido entre los bosques de Cruz Chica. Alguna vez fue contratado como jardinero desde El Paraíso, la residencia del escritor Manucho Mujica Láinez, quien admiraba su cuerpo flaco y fibroso de tanto trepar sierra con raciones de comida que apenas le alcanzaban hasta el desmayo.
Cuenta que cuando se le sube a su taxi una dama obesa toda vestida de terciopelo color miel, él ya sabe que se trata de “la” Ilusión, así con el artículo delante, tal el lenguaje cordobés. Sin saber verdaderamente si sonríe o no, él la presiente feliz desde el retrovisor y tiene contagios. Por caso recuerda que le ha hablado de Manucho y de su propia ilusión de ser alguna vez escritor, cuando tras frecuentarlo pudo escribir un relato que fue elogiado por su destacado empleador. Dice que la dama finge a veces que se cruza de piernas, y es entonces cuando Luciano rememora las piernas, otras piernas, que cuando se cruzaban eran una insinuación al amor, el más grande, el único que tuvo, como nos pasa a casi todos.
En noches de neblina, cuando Buenos Aires se celebra a sí misma destapando incontables botellas de humedad, lo suele detener sin parada fija la Experiencia, señora entrada en años y que no deja ver su vejez, según ha relojeado Luciano. El chofer sabe de inmediato por dónde debe ir para no terminar chocando, y cruza por desconocidos pasajes que de repente le suenan habituales, esquivando así dolores que se han instalado en insidiosas ochavas y que le retumban el pasado. Cuando parece que esta señora se despatarra en el asiento trasero de su taxi, Luciano frena a tiempo en la resbaladiza calzada.
No entiende muy bien Luciano por qué suele subir el Candor en alguna noche posterior. Le suena muy joven, y a Luciano entonces todo le empieza a sonar y a sonar bien: los augurios, el año nuevo, los anuncios políticos, la palmada en la espalda, la promesa de pago, la promesa de verse... Es contradictorio el sentimiento de Luciano cuando sabe que Candor lo toma. Porque por un lado sabe que con Candor arriba del auto él vuelve a recorrer trayectos de entusiasmos, pero sin embargo en más de una oportunidad se ha visto horrorizado sin poder hacer nada, cuando Candor tiene esa costumbre de bajarse sin avisar y una multitud le pasa por arriba.
Después no recuerda bien Luciano, pero cree estar convencido que en la terminal alguna vez se le subió el Olvido. Hace memoria y dice que en una ocasión Olvido le hizo perseguir un micro de la larga distancia, y que cuando se puso a la par le pidió retroceder, no quería ser solo Olvido pero era inevitable. Recordando más, Luciano afirma que solía demorar poemas como una forma de derrotar a su enemigo el Tiempo, y que en esos momentos recibía reprimendas de su hermana Tristeza.
Luciano perjura al final que no le para más a la Injusticia, esa malvada de refinado vestido y moderno celular. No, afirma, pero pregunta:¿Usted sabe si tiene mellizas? Porque en cada esquina hay una parecida que levanta la mano.

lunes, 3 de noviembre de 2014

La lluvia es de los pobres

(De la colección del autor "Latidos Porteños")

A los que no tienen nada, cuando llueve, se les moja el corazón que aún resiste, porque con la lluvia vuelven a notar que solamente el sol tienen fiado en la cuenta. Y se humedecen los ojos abrazando a sus chicos en la precaria casilla de las más de treinta villas que sonrojan a esta ciudad, que a veces se atreve a discutir sobre el nuevo romance de un conductor de TV, y que no puede parar de polemizar por un billete de papel verde, mientras otra vez se deja aturdir por ignotos candidatos que ya con su cara en el afiche anticipan renovados desastres.
Pero quiénes se acuerdan de ellos, de los más de doscientos mil habitantes de los barrios demasiados precarios que delatan la infamia de Buenos Aires… Cuando hay amenaza de lluvia, de frío, esas personas tiritan el desamparo. Uno ajusta la ventana para que no entren chiflidos de aire, tal vez prenda la estufa en este insensato arranque primaveral, pero ellos qué…
Reciclados personajes de los patronales medios de comunicación aseguran que desde ahí nace el mal, que no podemos andar tranquilos en nuestras calles por la gente de la villa, que no hay que generalizar pero que están llenas de extranjeros que vienen a delinquir y que hay que deportar como dijo el millonario funcional Berni. Ni se debería consignar que en las penosas cárceles que supimos conseguir, no llegan al tres por ciento los recluídos extranjeros.
Y la inseguridad qué… A ver si está bien vivir en la Ciudad Oculta, o en la Villa 21 de Barracas o la 31 de Retiro, o como apaleado sobreviviente del predio Papa Francisco de Villa Lugano. ¿Vivirían los Cutzaridas allí, y el señor de los helicópteros Berni? ¿Viviría Macri, la Presidenta? ¿Quién es el que roba? Las declaraciones juradas no tan declaradas de los funcionarios nacionales, municipales o provinciales, suelen ser la prueba del desprecio al semejante, la mueca a la desigualdad, se les desmadra la ambición, son una ofensa a la vida cívica pero los culpables son los villeros.
Cada punto de la desbocada inflación es un plato menos de sopa para estos porteños que ya ni pueden asomarse a la autopista para ver pasar a los veloces y modernos automóviles. Les construyen murallones, los desalojan cuando pueden, las ambulancias pegan la vuelta, los criminalizan todo el tiempo. Pero ahí van los federales, los metropolitanos, los gendarmes a molestarlos todo el tiempo. Pero cuando son invadidos por bandas narcos, los uniformes vuelan como el helicóptero de Berni. Cuando una bala narco mató a Kevin, el pibe de 9 años de la Villa Zabaleta, en Pompeya, hacía un buen rato que no había fuerzas de seguridad y tardaron tanto en llegar que fueron los vecinos - quienes sino-, los que trataron de salvarlo.
Pero mientras hay que cercarlos, es la orden: “¿Quiere usted que llame a un guardia y que revise si tienen en regla sus papeles de pobre...? ¿O mejor les digo como el señor dice: «Bien me quieres, bien te quiero, no me toques el dinero...»? Sí Serrat, el de las señoras y señores hinchados de burguesía que creen que el señor padre es justo, y más todavía ahora con el enviado y tan nuestro Francisco, y que cada cual tiene lo que se merece.
Pero parece que va a llover, duele más la pobreza y esas mentiras de campañas que cada vez son más mentirosas. Lo único que los poderosos van a urbanizar son sus nuevas mansiones. Y ahí donde duelen más las décadas perdidas, acomodarán las chapas para no mojarse, y el cartón para no helarse.