(De la colección "Latidos Porteños" del autor)
De tanto bochinche, los fantasmas despertaron. Tras la noche de los museos del sábado, cuando mucha gente junta husmeó hasta la madrugada, las sombras quedaron alteradas, y ahora salen a circular cuando el crepúsculo llega, y se tropiezan y mascullen y discuten, y la nada han perdido algunas, porque la paz siempre les fue maldita.
Así pasa por caso en el Museo Haroldo Conti de la ex Esma. Se lo ve nauseabundo por los fondos al almirante Massera balbucear una y otra vez la Carta a la Junta de Rodolfo Walsh, que el capitán Chamorro arrastra desde un atril por donde se mueva la mustia ánima de su comandante. Más acá, un coro de irreconocibles marinos le ponen dulce melodía a las páginas de El Capital de Carl Marx, y más allá, otro grupo de fantasmas tan blancos, ora a una imagen del Che.
No muy lejos, en el Planetario, los meteoritos en exhibición intentan de nuevo orbitar, pero chocan y no se atreven con tantos pensamientos que salen a volar de noche. Las tres marías se desprenden de la bóveda y salen a tomar fresco al Rosedal, y al final se animan a besarse entre ellas tras cruzarse con demorados militantes de la Marcha del Orgullo Gay. La Osa Mayor deja de ser una constelación y se hace trans, y se hartan las estrellas que forman la Cruz del Sur y se van a una bailanta a cantar y hacen furor con sus lentejuelas.
Ha quedado todo muy trastornado después del sábado a la noche. El desquicio se estira por Figueroa Alcorta. En el Malba el pintor Antonio Berni abre las puertas de sus cuadros a Juanito Laguna, que inmediatamente hace dedo hacia la Panamericana para bancar a su viejo metalúrgico, otro de los despedidos de la multinacional Lear. Ramona Montiel, la otra musa de don Antonio, se queda en su collage cada vez más bonita a hacerle compañía.
Cerca, en la Biblioteca Nacional, se anda despertando Evita que no sabe que no es más la residencia presidencial, que el palacio Unzué fue demolido y hoy es Biblioteca y estrafalario cemento, y que ahí están todos los libros y esos documentos que demuestran su martirio por tanto apego del General por los milicos y la CGT. Si hay libros planea Borges y choca claro con el alma de Evita, pero los dos parecen perdonarse después de rodar por la barranca y encontrar Las Lágrimas de San Pedro. Su autor, El Greco, de paseo por el Museo Nacional de Bellas Artes, los invita a pasar.
Desde el Museo de la Recoleta parecen escucharse los ruegos de Bioy a Borges, que se fue del Cementerio a la Biela y desde ahí suplica que recuerde su odio peronista y su condición de agnóstico. No se oye muy bien, porque siguen peleando los fantasmas despiertos de Lavalle y Dorrego, y Rosas esta vez tampoco consigue laudar. Mientras, el caudillo Facundo Quiroga va de tumba en tumba pidiendo explicación por su muerte a traición en Barranco Yaco.
Ya no hay paz después de medianoche en la ciudad. En el Museo Gardel, Carlitos se queja de que su voz no llegue a los cien barrios porteños por culpa de las paredes del Shopping Abasto, y en el de Los Inmigrantes las almas furiosas bajadas de los barcos quieren que Sergio Berni se vaya, y en el del Conventillo, los espectros anarquistas piden la cabeza de Macri.
En los museos del Títere y de Magia hay algarabía. Ahora todo es posible. Creen que nadie más moverá los hilos, y la muerte podría ser sólo un truco.
Escribir en plena libertad, sin mordazas, disfrutando de la creación. Que las palabras puedan jugar entre ellas, aunque vayan a decirnos las penas.
lunes, 24 de noviembre de 2014
lunes, 17 de noviembre de 2014
Disquisiciones con mi perra
De la colección "Latidos Porteños" del autor
La
mañana en la plaza era ideal. Estaba fresco en la ciudad, pero aún
así nos tiramos bajo un abeto azulado, porque no nos queríamos
perder su deslumbrante sombra. Habíamos caminado bastante, y a decir
verdad, los dos ya estamos grandes. Mora me miraba jadeando pero con
esa cara sonriente que sabe poner cuando está feliz y que sólo yo
interpreto. Ella también sabe entenderme y responde con movimientos
de cola de distintas intensidad que sólo yo decodifico.
Se
me ocurrió hablarle de ciertas cosas. De por qué la vida no era
más sencilla, si no bastaba con momentos así, los dos
tirados en el parque, y me respondió acostándose, quedando de
espalda. Debí entender que no, que no es suficiente. ¿Cuál
será el problema? Que por ser humanos a veces nos demuele la razón,
y el instinto, que aún guarda para sí Mora, en nosotros va
muriendo ahorcado entre cables, cementos y tecnologías. Qué pasa,
por ejemplo, si hoy, ya, en un rato, necesito el amor que no tengo.
Me mecerán las redes virtuales y virtuosas, y tendré que palpitar
mi carta astral para que coincida con otro ser perdido y lejos
atravesado por la fibra óptica. Los astros deberá hacer el
esfuerzo que no acostumbran para que el milagro ocurra en los
próximos días.
Mora
ahora se rasca displicentemente como diciéndome que la culpa es
sólo de ustedes por complicarse tanto, por aislarse, por planificar
hasta el olvido. Es cierto, me digo, hay portales donde uno puede
conocer a alguien para salir, pero se aclara de antemano que el
vínculo será fugaz. ¿Pero cómo saberlo?
Otra
cosa, le digo. ¿Y la amistad? ¿Vos la viste? ¿Por qué cuesta
tanto?
Mora mira a su alrededor y se olvida del tema siguiendo con su
trompa a una hormiga negra que ahora no sabe por dónde pasar. Pero
yo insisto. La amistad creo que hoy es inversamente proporcional a
lo que indica Facebook: cuantos más amigos acumulamos en nuestra
cuenta, más solos estamos. Antes, no más de diez años atrás, era
suficiente
un
golpe de teléfono para arreglar el encuentro, porque no había
manera de irnos watssapeando, mensajeando, comunicaciones que
hoy nos diluyen, porque mientras, nos vamos diciendo las cosas, y al
final sin saberlo nos vamos hartando y lo dejamos para otro día…
De
repente Mora se pone panza arriba, se ve que la hormiga se fue al
final, y quiere jugar, que me tire encima, nos revolquemos. Quiere
compartir. ¿Y eso cómo era? Pienso que es notorio el egoísmo que
reina en algunos ambientes. Empresas donde los jerarcas ganan veinte
veces más que el empleado común, barrio privados que desechan sus
cloacas sobre la gente humilde, vidrios que se levantan violentos
ante el pedido de monedas de una carita moqueando, ministros que
postergan aumentos a docentes que ganan la décima parte de su
salario. ¿Cómo es posible todo eso, Morita?
Vuelve
a sentarse y me mira preocupada por mi cara. Pero yo la volteo para
que sepa que no me olvidé de jugar. Después, me lame la cara en
señal de agradecimiento, creo que porque le hago saber que me
importa. ¿Le importamos a muchos?
Ya
va siendo la hora de volver. Le pongo la correa porque hay que cruzar
un par de calles. Mora podría ir tranquilamente suelta sin problemas
a mi lado. Pero uno tiene miedos, de que se vayan, de que nos
suelten, de que nos dejen de querer, de no tener con quién ir a la
plaza...
Llego
a mi monoambiente, me cruzo con vecinos que no conozco, prendo la
compu. De nuevo en la vida.
viernes, 7 de noviembre de 2014
Extraños pasajeros de un taxista
De la colección del autor "Latidos Porteños"
Hay un extraño taximetrero que adora trabajar de noche por Buenos Aires, porque asegura que bastante a menudo se le suben fantasmas que parecen personas pero no lo son, y que él no les tiene miedo y los lleva. Se llama Luciano el taxista, justo él que se nutre de las sombras, y justó él que detesta a los militares y más a aquel Luciano Benjamín. Cuando le tocó ser conscripto en su Córdoba natal, en los tiempos del siniestro látigo del otro Luciano, se hizo desertor y supo estar escondido entre los bosques de Cruz Chica. Alguna vez fue contratado como jardinero desde El Paraíso, la residencia del escritor Manucho Mujica Láinez, quien admiraba su cuerpo flaco y fibroso de tanto trepar sierra con raciones de comida que apenas le alcanzaban hasta el desmayo.
Cuenta que cuando se le sube a su taxi una dama obesa toda vestida de terciopelo color miel, él ya sabe que se trata de “la” Ilusión, así con el artículo delante, tal el lenguaje cordobés. Sin saber verdaderamente si sonríe o no, él la presiente feliz desde el retrovisor y tiene contagios. Por caso recuerda que le ha hablado de Manucho y de su propia ilusión de ser alguna vez escritor, cuando tras frecuentarlo pudo escribir un relato que fue elogiado por su destacado empleador. Dice que la dama finge a veces que se cruza de piernas, y es entonces cuando Luciano rememora las piernas, otras piernas, que cuando se cruzaban eran una insinuación al amor, el más grande, el único que tuvo, como nos pasa a casi todos.
En noches de neblina, cuando Buenos Aires se celebra a sí misma destapando incontables botellas de humedad, lo suele detener sin parada fija la Experiencia, señora entrada en años y que no deja ver su vejez, según ha relojeado Luciano. El chofer sabe de inmediato por dónde debe ir para no terminar chocando, y cruza por desconocidos pasajes que de repente le suenan habituales, esquivando así dolores que se han instalado en insidiosas ochavas y que le retumban el pasado. Cuando parece que esta señora se despatarra en el asiento trasero de su taxi, Luciano frena a tiempo en la resbaladiza calzada.
No entiende muy bien Luciano por qué suele subir el Candor en alguna noche posterior. Le suena muy joven, y a Luciano entonces todo le empieza a sonar y a sonar bien: los augurios, el año nuevo, los anuncios políticos, la palmada en la espalda, la promesa de pago, la promesa de verse... Es contradictorio el sentimiento de Luciano cuando sabe que Candor lo toma. Porque por un lado sabe que con Candor arriba del auto él vuelve a recorrer trayectos de entusiasmos, pero sin embargo en más de una oportunidad se ha visto horrorizado sin poder hacer nada, cuando Candor tiene esa costumbre de bajarse sin avisar y una multitud le pasa por arriba.
Después no recuerda bien Luciano, pero cree estar convencido que en la terminal alguna vez se le subió el Olvido. Hace memoria y dice que en una ocasión Olvido le hizo perseguir un micro de la larga distancia, y que cuando se puso a la par le pidió retroceder, no quería ser solo Olvido pero era inevitable. Recordando más, Luciano afirma que solía demorar poemas como una forma de derrotar a su enemigo el Tiempo, y que en esos momentos recibía reprimendas de su hermana Tristeza.
Luciano perjura al final que no le para más a la Injusticia, esa malvada de refinado vestido y moderno celular. No, afirma, pero pregunta:¿Usted sabe si tiene mellizas? Porque en cada esquina hay una parecida que levanta la mano.
Hay un extraño taximetrero que adora trabajar de noche por Buenos Aires, porque asegura que bastante a menudo se le suben fantasmas que parecen personas pero no lo son, y que él no les tiene miedo y los lleva. Se llama Luciano el taxista, justo él que se nutre de las sombras, y justó él que detesta a los militares y más a aquel Luciano Benjamín. Cuando le tocó ser conscripto en su Córdoba natal, en los tiempos del siniestro látigo del otro Luciano, se hizo desertor y supo estar escondido entre los bosques de Cruz Chica. Alguna vez fue contratado como jardinero desde El Paraíso, la residencia del escritor Manucho Mujica Láinez, quien admiraba su cuerpo flaco y fibroso de tanto trepar sierra con raciones de comida que apenas le alcanzaban hasta el desmayo.
Cuenta que cuando se le sube a su taxi una dama obesa toda vestida de terciopelo color miel, él ya sabe que se trata de “la” Ilusión, así con el artículo delante, tal el lenguaje cordobés. Sin saber verdaderamente si sonríe o no, él la presiente feliz desde el retrovisor y tiene contagios. Por caso recuerda que le ha hablado de Manucho y de su propia ilusión de ser alguna vez escritor, cuando tras frecuentarlo pudo escribir un relato que fue elogiado por su destacado empleador. Dice que la dama finge a veces que se cruza de piernas, y es entonces cuando Luciano rememora las piernas, otras piernas, que cuando se cruzaban eran una insinuación al amor, el más grande, el único que tuvo, como nos pasa a casi todos.
En noches de neblina, cuando Buenos Aires se celebra a sí misma destapando incontables botellas de humedad, lo suele detener sin parada fija la Experiencia, señora entrada en años y que no deja ver su vejez, según ha relojeado Luciano. El chofer sabe de inmediato por dónde debe ir para no terminar chocando, y cruza por desconocidos pasajes que de repente le suenan habituales, esquivando así dolores que se han instalado en insidiosas ochavas y que le retumban el pasado. Cuando parece que esta señora se despatarra en el asiento trasero de su taxi, Luciano frena a tiempo en la resbaladiza calzada.
No entiende muy bien Luciano por qué suele subir el Candor en alguna noche posterior. Le suena muy joven, y a Luciano entonces todo le empieza a sonar y a sonar bien: los augurios, el año nuevo, los anuncios políticos, la palmada en la espalda, la promesa de pago, la promesa de verse... Es contradictorio el sentimiento de Luciano cuando sabe que Candor lo toma. Porque por un lado sabe que con Candor arriba del auto él vuelve a recorrer trayectos de entusiasmos, pero sin embargo en más de una oportunidad se ha visto horrorizado sin poder hacer nada, cuando Candor tiene esa costumbre de bajarse sin avisar y una multitud le pasa por arriba.
Después no recuerda bien Luciano, pero cree estar convencido que en la terminal alguna vez se le subió el Olvido. Hace memoria y dice que en una ocasión Olvido le hizo perseguir un micro de la larga distancia, y que cuando se puso a la par le pidió retroceder, no quería ser solo Olvido pero era inevitable. Recordando más, Luciano afirma que solía demorar poemas como una forma de derrotar a su enemigo el Tiempo, y que en esos momentos recibía reprimendas de su hermana Tristeza.
Luciano perjura al final que no le para más a la Injusticia, esa malvada de refinado vestido y moderno celular. No, afirma, pero pregunta:¿Usted sabe si tiene mellizas? Porque en cada esquina hay una parecida que levanta la mano.
lunes, 3 de noviembre de 2014
La lluvia es de los pobres
(De la colección del autor "Latidos Porteños")
A los que no tienen nada, cuando
llueve, se les moja el corazón que aún resiste, porque con la
lluvia vuelven a notar que solamente el sol tienen fiado en la
cuenta. Y se humedecen los ojos abrazando a sus chicos en la precaria
casilla de las más de treinta villas que sonrojan a esta ciudad, que
a veces se atreve a discutir sobre el nuevo romance de un conductor
de TV, y que no puede parar de polemizar por un billete de papel
verde, mientras otra vez se deja aturdir por ignotos candidatos que
ya con su cara en el afiche anticipan renovados desastres.
Pero quiénes se acuerdan de ellos, de
los más de doscientos mil habitantes de los barrios demasiados
precarios que delatan la infamia de Buenos Aires… Cuando hay
amenaza de lluvia, de frío, esas personas tiritan el desamparo. Uno
ajusta la ventana para que no entren chiflidos de aire, tal vez
prenda la estufa en este insensato arranque primaveral, pero ellos
qué…
Reciclados personajes de los patronales
medios de comunicación aseguran que desde ahí nace el mal, que no
podemos andar tranquilos en nuestras calles por la gente de la villa,
que no hay que generalizar pero que están llenas de extranjeros que
vienen a delinquir y que hay que deportar como dijo el millonario
funcional Berni. Ni se debería consignar que en las penosas cárceles
que supimos conseguir, no llegan al tres por ciento los recluídos
extranjeros.
Y la inseguridad qué… A ver si está
bien vivir en la Ciudad Oculta, o en la Villa 21 de Barracas o la 31
de Retiro, o como apaleado sobreviviente del predio Papa Francisco de
Villa Lugano. ¿Vivirían los Cutzaridas allí, y el señor de los
helicópteros Berni? ¿Viviría Macri, la Presidenta? ¿Quién es el
que roba? Las declaraciones juradas no tan declaradas de los
funcionarios nacionales, municipales o provinciales, suelen ser la
prueba del desprecio al semejante, la mueca a la desigualdad, se les
desmadra la ambición, son una ofensa a la vida cívica pero los
culpables son los villeros.
Cada punto de la desbocada inflación
es un plato menos de sopa para estos porteños que ya ni pueden
asomarse a la autopista para ver pasar a los veloces y modernos
automóviles. Les construyen murallones, los desalojan cuando
pueden, las ambulancias pegan la vuelta, los criminalizan todo el
tiempo. Pero ahí van los federales, los metropolitanos, los
gendarmes a molestarlos todo el tiempo. Pero cuando son invadidos por
bandas narcos, los uniformes vuelan como el helicóptero de Berni.
Cuando una bala narco mató a Kevin, el pibe de 9 años de la Villa
Zabaleta, en Pompeya, hacía un buen rato que no había fuerzas de
seguridad y tardaron tanto en llegar que fueron los vecinos - quienes
sino-, los que trataron de salvarlo.
Pero mientras hay que cercarlos, es la
orden: “¿Quiere
usted que llame a un guardia y que revise si
tienen en regla sus papeles de pobre...? ¿O mejor les digo como el
señor dice: «Bien
me quieres, bien te quiero, no me toques el dinero...»? Sí
Serrat, el de las señoras y señores hinchados de burguesía que
creen que el señor padre es justo, y más todavía ahora con el
enviado y tan nuestro Francisco, y que cada cual tiene lo que se
merece.
Pero
parece que va a llover, duele más la pobreza y esas mentiras de
campañas que cada vez son más mentirosas. Lo único que los
poderosos van a urbanizar son sus nuevas mansiones. Y ahí donde
duelen más las décadas perdidas, acomodarán las chapas para no
mojarse, y el cartón para no helarse.
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