viernes, 7 de noviembre de 2014

Extraños pasajeros de un taxista

De la colección del autor "Latidos Porteños"

Hay un extraño taximetrero que adora trabajar de noche por Buenos Aires, porque asegura que bastante a menudo se le suben fantasmas que parecen personas pero no lo son, y que él no les tiene miedo y los lleva. Se llama Luciano el taxista, justo él que se nutre de las sombras, y justó él que detesta a los militares y más a aquel Luciano Benjamín. Cuando le tocó ser conscripto en su Córdoba natal, en los tiempos del siniestro látigo del otro Luciano, se hizo desertor y supo estar escondido entre los bosques de Cruz Chica. Alguna vez fue contratado como jardinero desde El Paraíso, la residencia del escritor Manucho Mujica Láinez, quien admiraba su cuerpo flaco y fibroso de tanto trepar sierra con raciones de comida que apenas le alcanzaban hasta el desmayo.
Cuenta que cuando se le sube a su taxi una dama obesa toda vestida de terciopelo color miel, él ya sabe que se trata de “la” Ilusión, así con el artículo delante, tal el lenguaje cordobés. Sin saber verdaderamente si sonríe o no, él la presiente feliz desde el retrovisor y tiene contagios. Por caso recuerda que le ha hablado de Manucho y de su propia ilusión de ser alguna vez escritor, cuando tras frecuentarlo pudo escribir un relato que fue elogiado por su destacado empleador. Dice que la dama finge a veces que se cruza de piernas, y es entonces cuando Luciano rememora las piernas, otras piernas, que cuando se cruzaban eran una insinuación al amor, el más grande, el único que tuvo, como nos pasa a casi todos.
En noches de neblina, cuando Buenos Aires se celebra a sí misma destapando incontables botellas de humedad, lo suele detener sin parada fija la Experiencia, señora entrada en años y que no deja ver su vejez, según ha relojeado Luciano. El chofer sabe de inmediato por dónde debe ir para no terminar chocando, y cruza por desconocidos pasajes que de repente le suenan habituales, esquivando así dolores que se han instalado en insidiosas ochavas y que le retumban el pasado. Cuando parece que esta señora se despatarra en el asiento trasero de su taxi, Luciano frena a tiempo en la resbaladiza calzada.
No entiende muy bien Luciano por qué suele subir el Candor en alguna noche posterior. Le suena muy joven, y a Luciano entonces todo le empieza a sonar y a sonar bien: los augurios, el año nuevo, los anuncios políticos, la palmada en la espalda, la promesa de pago, la promesa de verse... Es contradictorio el sentimiento de Luciano cuando sabe que Candor lo toma. Porque por un lado sabe que con Candor arriba del auto él vuelve a recorrer trayectos de entusiasmos, pero sin embargo en más de una oportunidad se ha visto horrorizado sin poder hacer nada, cuando Candor tiene esa costumbre de bajarse sin avisar y una multitud le pasa por arriba.
Después no recuerda bien Luciano, pero cree estar convencido que en la terminal alguna vez se le subió el Olvido. Hace memoria y dice que en una ocasión Olvido le hizo perseguir un micro de la larga distancia, y que cuando se puso a la par le pidió retroceder, no quería ser solo Olvido pero era inevitable. Recordando más, Luciano afirma que solía demorar poemas como una forma de derrotar a su enemigo el Tiempo, y que en esos momentos recibía reprimendas de su hermana Tristeza.
Luciano perjura al final que no le para más a la Injusticia, esa malvada de refinado vestido y moderno celular. No, afirma, pero pregunta:¿Usted sabe si tiene mellizas? Porque en cada esquina hay una parecida que levanta la mano.

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