De la colección "Latidos Porteños" del autor
La
mañana en la plaza era ideal. Estaba fresco en la ciudad, pero aún
así nos tiramos bajo un abeto azulado, porque no nos queríamos
perder su deslumbrante sombra. Habíamos caminado bastante, y a decir
verdad, los dos ya estamos grandes. Mora me miraba jadeando pero con
esa cara sonriente que sabe poner cuando está feliz y que sólo yo
interpreto. Ella también sabe entenderme y responde con movimientos
de cola de distintas intensidad que sólo yo decodifico.
Se
me ocurrió hablarle de ciertas cosas. De por qué la vida no era
más sencilla, si no bastaba con momentos así, los dos
tirados en el parque, y me respondió acostándose, quedando de
espalda. Debí entender que no, que no es suficiente. ¿Cuál
será el problema? Que por ser humanos a veces nos demuele la razón,
y el instinto, que aún guarda para sí Mora, en nosotros va
muriendo ahorcado entre cables, cementos y tecnologías. Qué pasa,
por ejemplo, si hoy, ya, en un rato, necesito el amor que no tengo.
Me mecerán las redes virtuales y virtuosas, y tendré que palpitar
mi carta astral para que coincida con otro ser perdido y lejos
atravesado por la fibra óptica. Los astros deberá hacer el
esfuerzo que no acostumbran para que el milagro ocurra en los
próximos días.
Mora
ahora se rasca displicentemente como diciéndome que la culpa es
sólo de ustedes por complicarse tanto, por aislarse, por planificar
hasta el olvido. Es cierto, me digo, hay portales donde uno puede
conocer a alguien para salir, pero se aclara de antemano que el
vínculo será fugaz. ¿Pero cómo saberlo?
Otra
cosa, le digo. ¿Y la amistad? ¿Vos la viste? ¿Por qué cuesta
tanto?
Mora mira a su alrededor y se olvida del tema siguiendo con su
trompa a una hormiga negra que ahora no sabe por dónde pasar. Pero
yo insisto. La amistad creo que hoy es inversamente proporcional a
lo que indica Facebook: cuantos más amigos acumulamos en nuestra
cuenta, más solos estamos. Antes, no más de diez años atrás, era
suficiente
un
golpe de teléfono para arreglar el encuentro, porque no había
manera de irnos watssapeando, mensajeando, comunicaciones que
hoy nos diluyen, porque mientras, nos vamos diciendo las cosas, y al
final sin saberlo nos vamos hartando y lo dejamos para otro día…
De
repente Mora se pone panza arriba, se ve que la hormiga se fue al
final, y quiere jugar, que me tire encima, nos revolquemos. Quiere
compartir. ¿Y eso cómo era? Pienso que es notorio el egoísmo que
reina en algunos ambientes. Empresas donde los jerarcas ganan veinte
veces más que el empleado común, barrio privados que desechan sus
cloacas sobre la gente humilde, vidrios que se levantan violentos
ante el pedido de monedas de una carita moqueando, ministros que
postergan aumentos a docentes que ganan la décima parte de su
salario. ¿Cómo es posible todo eso, Morita?
Vuelve
a sentarse y me mira preocupada por mi cara. Pero yo la volteo para
que sepa que no me olvidé de jugar. Después, me lame la cara en
señal de agradecimiento, creo que porque le hago saber que me
importa. ¿Le importamos a muchos?
Ya
va siendo la hora de volver. Le pongo la correa porque hay que cruzar
un par de calles. Mora podría ir tranquilamente suelta sin problemas
a mi lado. Pero uno tiene miedos, de que se vayan, de que nos
suelten, de que nos dejen de querer, de no tener con quién ir a la
plaza...
Llego
a mi monoambiente, me cruzo con vecinos que no conozco, prendo la
compu. De nuevo en la vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario