lunes, 17 de noviembre de 2014

Disquisiciones con mi perra

De la colección "Latidos Porteños" del autor

La mañana en la plaza era ideal. Estaba fresco en la ciudad, pero aún así nos tiramos bajo un abeto azulado, porque no nos queríamos perder su deslumbrante sombra. Habíamos caminado bastante, y a decir verdad, los dos ya estamos grandes. Mora me miraba jadeando pero con esa cara sonriente que sabe poner cuando está feliz y que sólo yo interpreto. Ella también sabe entenderme y responde con movimientos de cola de distintas intensidad que sólo yo decodifico.
Se me ocurrió hablarle de ciertas cosas. De por qué la vida no era más sencilla, si no bastaba con  momentos así, los dos tirados en el parque, y me respondió acostándose, quedando de espalda. Debí  entender que no, que no es suficiente. ¿Cuál será el problema? Que por ser humanos a veces nos demuele la razón, y el instinto, que aún guarda para sí Mora, en nosotros va muriendo ahorcado entre cables, cementos y tecnologías. Qué pasa, por ejemplo, si hoy, ya, en un rato, necesito el amor que no tengo. Me mecerán las redes virtuales y virtuosas, y tendré que palpitar mi carta astral para que coincida con otro ser perdido y lejos atravesado por la fibra óptica. Los astros deberá hacer el esfuerzo que no acostumbran para que el milagro ocurra en los próximos días.
Mora ahora se rasca displicentemente como diciéndome que la culpa es sólo de ustedes por complicarse tanto, por aislarse, por planificar hasta el olvido. Es cierto, me digo, hay portales donde uno puede conocer a alguien para salir, pero se aclara de antemano que el vínculo será fugaz. ¿Pero cómo saberlo?
Otra cosa, le digo. ¿Y la amistad? ¿Vos la viste? ¿Por qué cuesta tanto? Mora mira a su alrededor y se olvida del tema siguiendo con su trompa a una hormiga negra que ahora no sabe por dónde pasar. Pero yo insisto. La amistad creo que hoy es inversamente proporcional a lo que indica Facebook: cuantos más amigos acumulamos en nuestra cuenta, más solos estamos. Antes, no más de diez años atrás, era suficiente un golpe de teléfono para arreglar el encuentro, porque  no había manera  de irnos watssapeando, mensajeando, comunicaciones que hoy nos diluyen, porque mientras, nos vamos diciendo las cosas, y al final sin saberlo nos vamos hartando y lo dejamos para otro día… 
De repente Mora se pone panza arriba, se ve que la hormiga se fue al final, y quiere jugar, que me tire encima, nos revolquemos. Quiere compartir. ¿Y eso cómo era? Pienso que es notorio el egoísmo que reina en algunos ambientes. Empresas donde los jerarcas ganan veinte veces más que el empleado común, barrio privados que desechan sus cloacas sobre la gente humilde, vidrios que se levantan violentos ante el pedido de monedas de una carita moqueando, ministros que postergan aumentos a docentes que ganan la décima parte de su salario. ¿Cómo es posible todo eso, Morita?
Vuelve a sentarse y me mira preocupada por mi cara. Pero yo la volteo para que sepa que no me olvidé de jugar. Después, me lame la cara en señal de agradecimiento, creo que porque le hago saber que me importa. ¿Le importamos a muchos?
Ya va siendo la hora de volver. Le pongo la correa porque hay que cruzar un par de calles. Mora podría ir tranquilamente suelta sin problemas a mi lado. Pero uno tiene miedos, de que se vayan, de que nos suelten, de que nos dejen de querer, de no tener con quién ir a la plaza...

Llego a mi monoambiente, me cruzo con vecinos que no conozco, prendo la compu. De nuevo en la vida.   

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