Las dos librerías de mi barrio han cerrado. Una
se desparramaba en una esquina con saldos y joyas casi extinguidas, que don
Crisólogo, el librero, cuidada cada día repasándoles el polvo con sus franelas
siempre nuevas. Había más libros que superficie, el local era ancho pero poco
profundo y entonces cuando uno entraba sentía la sensación de que los libros se
le venían todos encima, de que lo estaban esperando y lo abrazaban y era una
fiesta mía que don Crisólogo saludaba con sus ojos profundos y claros un poco
más brillosos. La librería se llamaba Libertaria: alguna vez Crisólogo me había
contado de su padre inmigrante polaco que supo ser un anarquista amante de la
literatura, y que no quiso otra cosa que rodearse de textos cuando se deslumbró
en la Buenos Aires culta en los despertares del siglo veinte. Libertaria tuvo
varias sedes céntricas pero las sucesivas crisis la fueron empujando hasta mi
barrio que se apaga demasiado temprano de noche, y donde la siesta todavía encuentra
silencios. Será por eso, por el menor movimiento en el barrio, por los vecinos
fatigados de preocupaciones, por la Internet o tanto noticiero parlanchín, por
esa anestesia cotidiana en pantalla plana, es que una mañana vi a don Crisólogo
parado en la puerta de su local del lado de afuera. Tenía una bolsa raída y pesada a sus pies. Su mirada
clara no tenía brillo esta vez, tenía humedad… Miré para dentro de Libertaria y
había dos hombres con teléfonos celulares no hablando entre ellos sino hablando con otros dos hombres de teléfonos celulares. Crisólogo no me
dejó hablar: “Me voy, estimado, no me dejan estar más con mis libros. Me llevo
los esenciales. ¿Vio que Libertaria estaba abierta los siete días de la semana?
Dónde voy a estar mejor que acá, vio… Pero no se puede, se ve que no se puede.
Tenía mi estufita prendida todo el día, la luz… yo no puedo más, están locos, y
la gente lo único que lee son las facturas de gas y luz, y ahora ni eso porque
son horrorosas... ¿Me puede decir quién puede pagar ese disparate? Bajé la
persiana, que pongan un Mc Donalds, qué se yo… Fue un gusto tenerlo como
cliente, estimado. Que le vaya muy bien. Adiós.” Y con la espalda encorvada de
repente, cargando sus libros esenciales, lo vi partir para siempre al más
adorable viejo de la bolsa…
La otra librería estaba en la arteria principal
de mi barrio. Esta vez su responsable era un hombre joven que se iba acercando
a los 40, de baja estatura, de piel trigueña, que al hablar saboreaba las eses
de una manera tan especial y agradable, que uno le preguntaba algo siempre
aunque la pregunta no fuera necesaria. Aunque hablara solamente de cuestiones
climática, ya era un placer. Y era lindo escucharlo hablar de su Santiago del
Estero, de sus chacareras, pero más que nada de sus poetas y de sus dulces
cantares que él aseguraba que florecen e inundan toda esa tanta e inmensa tierra
seca. Alguna vez, hace tiempo, le llevé algunos ejemplares de la breve novela
corta que escribí y que me habían devuelto de la editorial, y otros ejemplares
de títulos que uno nunca sabe cómo entran en casa. Estos estaban impecables,
sin uso, claro, y como el santiagueño había puesto un cartelito en la vidriera
anunciando que compraba libros usados, allá fui. Mi novela la puso en vidriera
y a la semana ya no estaba. Se asomó con alegría y me dijo que había vendido
los tres ejemplares que le dejé. Nunca más lo ví sonreir, en realidad no lo
volví a ver: otra vez fui a visitarlo y el local estaba cerrado, con los
anaqueles desprolijos, algunos libros caídos y por debajo de la puerta se
amontonaban los sobres con cuentas. Miré por la puerta sucia y si bien había
algo de desorden, los libros estaban. Pregunté en la verdulería de al lado y me
dijeron que se había vuelto a Santiago, la renovación del alquiler le había
resultado fulminante. Me lo imaginé partiendo y susurrando apenas su chacarera
triste. “¿Y los libros?”, pregunté. “Se
llevó unos pocos en un bolso”, me contestaron. “¿Y los que quedaron?”, insistí.
Nuevas eses paladeadas aparecieron deliciosas y tristes en la respuesta rotunda
de la verdulera boliviana: “No los dejó todos a nosotros para que hiciéramos lo
que se nos antojara. Pero nosotros no sabemos qué hacer, nosotros los vamos a
donar a bibliotecas, no vamos a envolver las zanahorias en hojas del señor Paulo
Coelho. Sería una falta de respeto…”
Nunca supe si la verdulera se refirió a Coelho o a las zanahorias… No sé qué habrán sido de los libros que don
Crisólogo no se llevó. ¿Irán a un cementerio imperceptible los libros muertos,
sin que lo sepamos, en una marcha invisible a morir definitivos, como los
elefantes? ¿Habrá sólo libros esenciales que entren todos en una única
librería? No sé ya cómo consolarme de que no tengo más librerías en mi barrio.