jueves, 26 de febrero de 2009

Me cerraron las librerías del barrio


Las dos librerías del barrio han cerrado. Una se desparramaba en una esquina con saldos y joyas buscadas hasta con obsesión por su dueño entrado en arrugas, que una mañana miró impávido con sus ojos siempre envueltos en brillo cómo un muchacho de la inmobiliaria le relataba el nuevo importe del alquiler. El librero hizo una mueca parecida a la sonrisa, y de inmediato tomó un par de bolsas, juntó allí sus títulos más preciados, y en otra bolsita de supermercado puso su mate y la yerba que le quedaba. Le extendió la mano al muchacho de corbata y gel, y se marchó como pudo arrastrando las bolsas y su desvencijada humanidad. “Señor, Señor, ¿cuándo va a retirar el resto de los libros?” le gritó el empleado de la inmobiliaria. El viejo apenas se detuvo, giró y alcanzó a hacerse oír: “Nunca”.
La otra librería estaba en la avenida principal. Esta vez su responsable era un hombre joven, morocho, que aún no llegaba a la edad de los 40. Alguna vez, un par de año atrás, le llevé unos libros para vender, de esos que están impecables, que uno no sabe cómo entraron a casa, y que por supuesto sobran en el escaso espacio que dejan 500 volúmenes en un tres ambientes. Porque este librero poseía tal optimismo, que además del material que recibía de los editoriales, había puesto un cartelito en la vidriera anunciado la compra de libros usados. Me acuerdo que me compró tres de los cinco libros que le llevé. Supuse en ese momento que el negocio marchaba bien, pero cada vez que pasaba por la puerta, además de quedarme a mirar lo que estaba en vidriera, auscultaba el movimiento interno. Nunca había nadie. Cuando me demoraba más de lo habitual, él salía y me hacía comentarios sobre algunas novedades que le habían llegado. Me empezó a dar pena, y en un lapso de seis meses entré en tres oportunidades y le compré algunos libros y estuve un buen rato para que desde afuera se viera que había clientela. Pero empecé a vislumbrar el final cuando sus vidrieras fueron cubiertas por libros de autoayuda y de best seller juveniles con sus parafernalias de afiches cubriéndolo todo. Solía ofrecer tentadores títulos detrás del vidrio, y más de una vez me sorprendió con algún ejemplar que yo creía inhallable. Por eso imaginé que las cosas iban mal. Lo crucé caminando con la mirada al piso en horas del mediodía y me llamó la atención porque él tenía todo el día abierto, porque parecía sentir que no debía dejar solos a sus libros. Otra vez, un sábado por la mañana, volví a verlo caminando por la calle. ¿Qué hacía que no estaba en el local? No me animé a preguntarle nada. Al lunes siguiente fui decidido a comprarle algo para levantarle el ánimo. Si era necesario me llevaba uno de Bucay o de Coelho. O de Harry Potter para que mi hija de 24 años me lo tirara por la cabeza. Pero había un cartelito que decía cerrado, y tras la puerta algunas boletas de servicios sin recoger, y se notaba cierta suciedad. Hoy ya funciona ahí un locutorio.

Ya no hay librerías en mi barrio. Y un shopping que tiene cines da casi siempre porquerías. A las editoriales ya no les interesa la ficción. A la TV tampoco y mirarla es notar como se marchita con velocidad alguna de nuestras neuronas. El buen cine independiente casi ya no tiene estrenos ni salas. Quienes son los hijos de putas que deciden. Perdón, estoy un poco mal, estoy un poco triste, me cerraron las librerías del barrio…

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Es todo tan triste...la cultura está en extinción...Se consume lo que se impone, sin embargo nadie te obliga a leer la novedad...

Nadie Nunca Nada.- dijo...

Arriba, Martín. El parque Rivadavia y la plazoleta de Primera Junta, son lugares que no cierran. Las bibliotecas tampoco.
Abrazo.-