martes, 23 de noviembre de 2010

A Isabelle Huppert (después de verla en Villa Amalia)

Fui a verte al cine, y diversas tramas coincidieron para que tú, Isabelle, me encontraras a solas. Abrieron para mí la sala, y yo golpeaba impaciente el suelo con mis tacos porque no debía prefigurar nada. Nada de trozos de filmes ni propagandas, nada de posturas ni lecturas de programas inútiles, nada de otra ensamblada pareja en el medio de otras parejas. Nada. Isabelle y yo. Yo en la sala sola y tú sola en el mar; yo solo mirando otra vez tu entrenamiento erótico del piano, mientras rodea la vejez y no se atreve a perforar la porcelana impasible de tu cara. Esa cara irrepetible, que a punto de deshacerse naufraga y revive en la hondura celeste de los ojos. Increíble Isabelle. Y yo que en mis apuros te creía casi muerta, en el desierto del descanso, en la vejez apurada y en la nada.
Vas dejando todo sin dejar, hundida en el mar sin morir, y abrazando la única piel posible para esos instantes en que te inflamas y nada de lo que te rodea puede alcanzarte. Flaco tu andar, y chueco de atrás, pareces una adolescente en dieta y no tienes nada y los tienes todo, y yo casi grito por atraparte cuando vas a fallecer, pero otras vez lo mismo, parece que te vas, que ya está, pero vuelves lacónica, tan bella y francesa.
Que no se acaben tus películas. Te amo. Y por fin nos dejaron solos.

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