miércoles, 8 de septiembre de 2010

Delirium

De perros, la vida debe acomodarse entre perros. Abrazarse a ellos, ir a trabajar con ellos, rascarse la panza para que sepan que estamos aburridos, revolcarnos y que la cola se nos agite para irnos. Perros geniales que nos lamen sin preguntar si es necesario preguntar tanto. Perros que con sus bocas entreabiertas saliban felicidad porque los perros son felices cuando se les ocurre. Cada vez menos me parezco a los de dos patas, que cagan sin avisar.
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Esquirlas de pasados que no fueron. Inventos de una vida que se ahogó. Fuentes embriagando ausencias, incendios sin fuegos, ráfagas sin aire. La pálida emoción se adormece, letargo sobre letargo largo, días que se empecinan. ¿Qué es lo que quiere mostrar el tiempo? La impudicia del desgarro. Ansiada es la noche que envuelve en el sueño, y que nos cuenta el cuento que no es.
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Estoy feliz de no estarlo. Me derrumbo en el sillón y mi perra me acaricia y me dice que no hay que dormir todavía. ¿Por qué? Porque dejé un libro sobre otro y están haciendo el amor. Fornican los libros y es un placer ver la prosa besada por el verso. Procrearán los libros millones de libros para que se atasque el pensamiento. Se me hace ruina la memoria. Estoy entendiendo que nadie entiende. Muy bien, pero ya ni hay chicas intelectuales.
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Dicen por ahí que no hay tiempo para nada. Y a mí me parece que algo grave está pasando porque a los segundos de mirar el reloj, ya estoy en otro día. Me crecen las uñas de una rato para otro, y ni hablar del pelo y la barba. En este instante que escribo soy un hombre maduro, pero por la mañana mataba soldaditos de juguete. Tuve aplausos y al minuto el olvido. La fiebre del amor apenas es un silencio. A última hora temo que todo mi pelo sea blanco, y que al amanecer lloren sobre mi cama mis deudos.

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