sábado, 27 de junio de 2015

Darío y Maxi cruzaron el puente


Darío y Maxi venían por el frío más frío del sur desdichado. En sus juventudes impenetrables a fuerza de escarcha, marcharon por el horrendo junio de 2002 en busca de funcionarios empotrados tras las sordas paredes del poder. Querían por fin ser visibles, querían mostrar la mueca sin prensa del hambre, el rostro tan ignorado del abandono, la pancarta exacta que fosforecía en esas manos de magia: las letras de las palabras igualdad y justicia se separaban por una vez y volaban y se metían por los despachos y entorpecían el nuevo baile sobre las ruinas argentinas. En sus breves vidas, Darío y Maxi habían comprendido que el sufrimiento no es ajeno, que si el hombre tiene dos manos es para abrirlas al otro, y así abrazaron como pudieron el dolor de su gente, enfrentando en soledades heroicas el furibundo desenlace de la miseria.
Querían ver si detrás del puente latían corazones como los suyos. No podían creer, ni Darío, ni Maxi, que después de tantas muertes y represión, más ahogados los ahogados, en la gran ciudad los señores de punta en blanco seguían eructando la riqueza ajena. El helicóptero se llevó a uno, pero siempre quedan otros, que no se van ni se irán. Con la cara que sea, el sistema es inmutable. Cien para mí, cinco para vos, uno para el otro, y para ustedes, los Santillán y Kosteki, no hay ni habrá nada.
No los dejaron pasar el puente. Desde rosados sillones enviaron a esbirros azules a matarlos, con la inteligencia muerta del que mata a un inocente, a un desarmado. Así les allanaron el camino: Darío y Maxi desde entonces cruzan el puente cada día, van y vienen cada junio, se aparecen en cada plato vacío, en la condena de los que nacen sin cuna, en cada molido hueso que arrastra un carro, en los aromas de destierro de cada barrio pobre, ahí andan los dos haciendo su inmensa lucha que florecerá en charcos del olvido, y en medio de la mesa bien puesta de los señores bandidos.

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